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Mensaje por Andrómeda Saffouret. Sáb Nov 27, 2010 3:15 am

Silencio. Impoluto, impenetrable y denso. En su mundo, solamente en su mundo. Tan denso que puede cortarse con una daga y verse la franja de separación entre ambos mundos. Entre ambas respiraciones, entre la contaminación. Entre el bullicio de New York, entre un mundo que, afortunadamente, algunos vislumbran como si no fuesen parte de ello. Andrómeda, aquella giraba el rostro lánguidamente para cerciorarse que el semáforo peatonal dictaba verde, dudó entonces qué sería lo siguiente que haría. Tras cruzar la encrucijada y alejarse un poco más, se detuvo. Ambas profundidades verduzcas, camufladas en pardo, se estrecharon hasta convertirse en dos rendijas enmarcadas por hebras rebeldes que resbalaban por su frente, se erizaban y acariciaban la piel de las sienes. El cabello de la perezosa cola de caballo se agita a medida que el viento traspasa las calles, tan libre como él mismo, y envuelve sus pensamientos con aquella poderosa capacidad de hacerlo todo. Encerró la luz en sus ojos, como si quisiese desentrañar los secretos de la siguiente esquina que le espera. Se llevó las manos, cerradas y abiertas espasmódicamente hasta los faldones del camisón estampado que aquel día usaba como ropaje, trazando en él cánticos incomprensibles, peticiones quedas cuya finalidad era indefinida.

Fuerza. Intermitente, esporádica y efímera. En todos los mundos, incluida desgraciadamente en el de ella. Necesaria. Se encaminó hacia delante con la sensación de estar siendo arrastrada por nociones inconclusas. Ir a Starbuck sería una pérdida de tiempo, lo más probable, puesto que quedaba en la otra esquina del mundo común de los demás transeúntes y a Andrómeda no le apetecía, entonces, caminar tanto. Quizá algún café ocasional se precipitaría ante sus narices. Quizá algún puesto coqueto donde pillar algo comestible, donde repostar. Los ojos de Andrómeda están fijados en frente y ni ellos ni el discreto movimiento de su cuerpo se percatan de que un charco de lodo está próximo de victimar sus nuevos mocasines negros y, ¡ahí está! Lo hizo. La sensación húmeda y fría crepita a través de la piel enfundada en calcetines y, llevada por ella, la muchacha bajó la cabeza en busca del origen. Lanza un juramento inmediatamente, de forma mental, aunque ella no es partidaria de las maldiciones.

Los zapatos que madre (adoptiva, obviamente. Siempre adoptiva) le había regalado. Aquellos con manchas irreconocibles e historias entretejidas en su lana desgastada, pero imposiblemente tibia. Entornó los ojos y se reprendió por ser tan despistada y por dejarse aplastar tan férreamente por sus cavilaciones, que justo cuando el día declinaba parecían cobrar importancia. Salió del charco con pasos minuciosos y tras ello Encorvó su cuerpo hasta encontrarse en cuclillas y, así, llevó ambas manos al zapato izquierdo, frotando las yemas para clarificar la tela emborronada que, pese al acto, su contenido sucio se esparció más de lo que antes había estado.

No, diablos —maldijo aquella vez en voz alta. El cielo se incendiaba en el crepúsculo, con un velo liso y filamentoso de nubes empecinadas en no dejarse ir por la entrada nocturna. A pesar de eso, New York seguía despierto, atiborradas sus calles de todo lo predecible y sin precedentes. Al estar agachada al borde de la acera, Andrómeda era propensa a sufrir arremetimientos por parte del resto de la muchedumbre. Primero golpes leves, fáciles de ignorar. Posteriormente, un pisotón en su mano que le arrancó un jadeo. Ahora, un empujón que casi le hace caerse de sus tobillos, hacia adelante. Su cuerpo osciló hacia adelante y hacia atrás y, aunque no cayó, se vio abarcada por el enojo reptante—. Óigame, tenga cuidado, por favor… —Se levantó rápidamente e intentó mirar a los ojos al responsable de su casi desliz, hablándole con una voz cuidadosamente reparadora, aunque justa en su situación.

El silencio, antes impenetrable, se vio reemplazado por un zumbar de ruido tan estruendoso que entonces podría crispar cualquier vidrio plomado. La fuerza, aunque intermitente, fue mutada a tal solidez a causa del arrepentimiento de haberse inclinado en medio de una acera, pero más aún del disconforme de haber sido empujada.
Andrómeda Saffouret.
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